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Misión.

Al principio, como casi en todo, crees conocer el concepto, hasta que se te da la oportunidad de inmiscuirte en el término y te das cuenta que tu definición era bien limitada; cuando decides “ir y ver” (Juan 1, 46) por primera vez te adentras en ti mismo y confrontas todo eso que tienes y que puedes poner al servicio del que te mando a misionar, porque tú en ningún momento decidiste, a ti te escogieron.

Dicha confrontación despierta miedos, fantasmas, oscuridades; pero la luz sabe revelarse, y utiliza los medios más sencillos para hacerlo, por ejemplo la sonrisa de un niño que corre por las calles presuroso en busca de ti para abrazarte gritando tu nombre a viva voz, el saludo efusivo y cariñoso de una persona en la calle, la acogida por parte de las familias en sus hogares, que aun no teniendo mucho ponen para ti lo mejor en la mesa, la preocupación constante de todos cuando no te sientes bien de salud, los pequeños presentes que ocupan un lugar grande en el corazón y muchas demostraciones más.

La experiencia más profunda de la misión la tuve justamente la noche anterior al nacimiento del verbo humanado, cuando con amor junto con mi compañera nos disponíamos a realizar la liturgia de la palabra con la cual quedaba sellada nuestra estancia en ese pueblo pequeño en tamaño, pero grande de corazón; debo admitir que al ser la primera vez con tal responsabilidad nos sentíamos un poco nerviosas, por tal motivo preguntamos e indagamos mucho al respecto; así descubrí que por amor eres capaz de poner al servicio incluso aquellas cosas para las que no tienes mayor talento, esas cosas que no sabes hacer, pero mi Señor mira con agrado tu entrega y parece que se riera de esos intentos y preocupaciones que sientes por llevar a cabo su obra de la mejor manera, a la vez te capacita, por eso creo con firme convicción que es una vana excusa pensar que nada de lo que tenemos le puede servir al Señor, pues Él se vale hasta de esas vicisitudes en las que parecemos torpes, todo lo ve con ojos henchidos de amor y ternura.

Me correspondió dar la sagrada comunión, ¡semejante responsabilidad!, nada más pensar que las manos de esta pecadora serían las encargadas de sostener a lo más santo que ha visto el mundo me aterraba, sin embargo ese temor cambió al momento de tocarlo por vez primera, sentí como una sonrisa en mi alma, un profundo gozo que no quería que acabara, difícil describir tan místico momento, es algo que solo puede definir sin palabras el alma, fue haber tenido la inmerecida dicha de cargar entre mis brazos al divino niñito que estaba por nacer, a la luz del mundo.

Es entonces en este punto donde entiendes el motivo de por qué estás ahí y evidencias que el que te mandó se ha querido mostrar inmensamente misericordioso contigo, porque aunque estés surcando mares desconocidos tu barca siempre irá segura, vas en su nombre; esta es la certeza más bella del mundo y cubre cada rinconcito de tu ser, no deja nada vacío, sientes que ya no necesitas más, que lo tienes todo porque compruebas lo que dice la segunda carta a los Corintios 12, 9: tu amor me basta mi Señor. Que honor sería que mi vida fuera un constante misionar, en donde tu amor fuera mi barca de refugio en un mar en constante turbación, mi Jesús.

 

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