Siempre había visto la pertenencia a la iglesia como un requisito más de la vida, me involucraba pero no me comprometía, sentía pero era un sentimiento de momentos, solo duraba en el transcurso de la misa, como mucho. Eso de la iglesia lo veía como una necedad, un capricho de gente vieja y por lo tanto anticuada, eran pocas las veces las que veía palpitar a la iglesia en la vida de los otros, me parecía más bien una hipocresía de domingo, ahora reconozco que en esa etapa de mi vida era un tipo de Pablo, pero en mi caso, peor que Pablo, porque desde pequeña recibí educación cristiana católica tanto en la casa como en el colegio, en cambio Pablo nunca la recibió, ahora doy gracias por esa semillita que desde siempre, de una u otra forma me hizo ser consciente del amor de Dios en mi vida. Cuantas veces habré ofendido a mi señor con mi actitud de indiferencia y cuantas veces más habrá Él tocado la puerta endurecida de mi corazón hallando solo efímeras respuestas, tibias respuestas.
Mi mamá, por su parte, logró inculcarme la devoción al santo rosario, ahora cuando soy una mujer me imagino nada más todo lo que hizo por mi esa bella práctica en mis años juveniles, pues aunque mi fe era microscópica, no me sobresaltaron mayores vicios ni males en esa época, doy gracias a mamá María porque a pesar de que yo me quise apartar de sus santos brazos muchas veces, ella siempre supo encontrarme y llevarme de vuelta a su santísimo hijo. Hubiese querido ser consciente en años tempranos del tesoro de fe que tenía entre mis manos, hubiese querido reconocer a mi Señor vivo, con los ojos del corazón todos los jueves, cuando iba a verlo con mi mamá encerrado en la custodia para mostrarnos su humilde grandeza, en ese pedacito de pan en el que cabe todo el amor del mundo y sentir la necesidad, como la siento ahora, de ir a verlo así sean cinco minutitos; no obstante todo se cumple en el tiempo de Dios y yo no fui la excepción a la regla.
La conversión llegó en el momento álgido de una crisis, Él se valió de mi debilidad y del gran vacío que había en mi vida, y como no iba a estar vacía si no lo tenía a Él, mi vida poseía la mayor necesidad. En ese caminar de vida vacía yo creí siempre estar cerca de Él, creí que era suficiente llamarlo cada noche o cada vez que me surgiera la necesidad, sin ningún compromiso adicional, me fíe de esa relación tibia que no me permitía ver más allá y me mantuvo alejada del poder disfrutar de su amor en plenitud, yo era una ciega más en este mundo de ciegos, y como tal pensaba, sentía y actuaba según la visión de un ciego, a oscuras.
No puedo constatar la fecha exacta en que empezó mi conversión, trato de hacer memoria y no logro recordar; todo este proceso fue algo tan espontaneo, tan bonito, que se fue dando (y se sigue dando) él solo por la misericordia de Dios en mí. Sin embargo, puedo recordar que empecé a sentir necesidad de Él con mayor intensidad desde la vigilia pascual del año 2016, cuando justo me sentía caer a lo más profundo de un pozo, mi alma estaba muy cargada, muy agobiada por cosas de este mundo, que no debieron transcender en mi ser, era presa de apegos emocionales enfermizos, infundados por el mundo que me apartaban del verdadero amor.
Pero Él no tardó, su llegada me tomó por sorpresa y me abrazó el alma, llenando todas mis necesidades porque como le digo ahora cada vez que voy a verlo: tú eres mi única necesidad mi Señor, porque en ti se sacian todas mis demás necesidades. Y es que solo de su mano puedo ser partícipe de la verdadera felicidad de la que puede gozar el hombre, la felicidad de saberse hijo de un padre que nos ama con tendencia al infinito. A partir de esto empecé a sentir la obligación de hacer muchas cosas, ganas de querer luchar por eso que llaman Gracia y que hasta entonces oía nombrar pero no conocía, esa Gracia que nos hace semejante a Él y nos hace vivir nuestro cielo en la tierra, como decía Santa Teresita.
Sin embargo, es preciso anotar que la conversión no es un jardín de rosas, al contrario, exige renuncias y sacrificios que muchas veces duelen hasta las lágrimas, pero todo ello es garantía de verdadera purificación (Malaquías 3,3); la lucha por la Gracia implica apartarse de la carne y empezar a habitar en el espíritu (Rom 8, 4-16), así, siendo conscientes de la debilidad de la carne son muchas las veces que la tentación nos querrá apartar del bien pero debemos siempre sabernos protegidos por un defensor: el mismo Espíritu Santo (Rom 8, 26) y amados por una madre que nos quiere hacer santos como su hijo lo es y siempre intercede por nosotros (Jn 2, 1-11).

Fuente: Cathopic